miércoles, 15 de enero de 2014


Desde adentro del cuarto,
antes de guardar los cambios
revisan lo que tienen:
una extensa lista de nombres y apellidos,
números telefónicos, direcciones de correo y unidades
académicas a las que pertenece cada estudiante.
En Administración tanto. En Comunicación, varios.
En Trabajo Social pierden pero
en el Departamento de Economía arrasan.
Ingeniería no vota gente descalza dice el Soviet Gómez.
Y discuten quién argumenta sólidamente, quién ora.
Tenemos que elegirlos con cuidado agrega Maia:
En Relaciones Laborales hay algo; estamos bien.
 

Definen arrebatar los pasillos:
vos, mañana, 

antes de que arranquemos, dice ella.
La grilla del excel y su seño fruncido indican positivamente
que no habrá paridad de fuerzas.
Maia se corre los anteojos y se refriega un ojo, suspira,
se relame los labios, continúa:
los fiscales van a ir punteando;
falta seleccionar a cada uno según los turnos y disponibilidad.
Vos y yo, atrincherados. ¿Y los demás?
Marco es inestable: mejor a la mañana; Tommy Gun
es pertinente siempre: a la noche solo; Clida
es demasiado linda para estar encerrada:
hace aulas; Indiana
es nerviosa pero efectiva: a la noche sola.
Maia continúa definiendo arbitrariamente
hasta que su memoria llega al límite. 

una secuencia que da por terminada
cuando cierra la netbook, se saca el jean,
las medias, agarra el control de la tele 

y se recuesta en su cama.

Pone la mochila sobre una diminuta silla
recientemente recuperada y
concentra su vista en la pizarra
verde donde dejó escrito, con tiza,

palabras que sigue paladeando feliz:
fortuna y virtud.
Revisa los apuntes y,
justo antes de sacar el

paquete de cigarrillos que guarda
en el bolsillo del jean,

se acuerda que es mejor fumar afuera. 
Esta vez no va a lloviznar, piensa,
mientras los pibes y las pibas están inquietos
pero sentados en semicírculo.

Faltan dos horas para que el viento empiece a chiflar
y a filtrarse por las hendijas.
La responsable del espacio,
que es muy flaca, de pelo corto y no tiene frío,
trae tortafritas y
todos se entusiasman menos él porque
inmediatamente vio que tienen
azúcar, rociada en gran proporción:
nunca le gustó el sabor agridulce.
 

Brilla la lámpara de larga duración.
Marco acepta, tiene hambre
como cualquier persona que, por
                                                         falta de tiempo,
no almorzó al mediodía

Para llegar a la mesa barrial
tuvo que pasar por una calle tomada por perros; por
una esquina con aserrín donde se junta agua; por
una avenida peligrosamente sin semáforos; por
la panadería que atiende las veinticuatro horas; por
la escuela provincial cerrada por duelo; por
la hilera de autos nuevos; por
la peluquería de su prima; por
el baldío; por
el paredón del Intendente; por
el centro de jubilados; por
el puente sobre el riachuelo tuvo que pasar Maia,
esta vez, abstraída de la realidad,
pero concentrada en el armado de una frase punzante
que abra explosivamente la discusión.


Las zapatillas limpias un sábado 

a la mañana son imposibles,
piensa Marco y
sube las cañas al micro: 
son rústicamente largas y un tanto dobladas,
como si las hubieran arrancado de cuajo del
suelo fértil que oportunamente
dio vida a un tupido cañaveral
ubicado cerca de su casa.
Las botellas de Pepsi con agua congelada,
dentro de congeladoras rojas y blancas
y una bolsa con las remeras nuevas resultan
pesadas para subir los tres escalones.
El viento está calmo y el cielo celestísimo.
Al subir se le caen, lentamente,
una, dos, tres, cuatro monedas grandes
de dos pesos que llevaba en su pantalón;

pero no reacciona; sólo siente, de súbito, 
en ese preciso momento, que ahora,
como nunca jamás antes,
le importa poco, muy poco, o tal vez,
orgullosamente no
le importa nada perder dinero.

Maia sabe armar una juegoteca, en plena semana con parciales.
No tiene tatuajes, ni remeras, ni pines, ni mochilas.
El campus de noche y cuando hace frío,
parece desolado,
pero hay árboles, paraísos casi todos, de ramas inquietas
y plantados a la vera del camino
como si fueran los guardianes de los estudiantes
que entran y salen durante todo el día.
Maia lleva un morral con los elementos que sobraron:
notas con direcciones y télefonos,
fibrones, pinceles, temperas, cinta adhesiva.
Camina apurada y usa la mano que no sostiene los afiches y
hojas a4 para acomodarse hermosamente el pelo negro.
En la mente, repasa cada uno de los pedidos que los vecinos le hicieron
y que debe gestionar en la Oficina.
Dobla la esquina y le llega un mail al celular, donde le avisan,
efusivos, con un tamaño de letra demasiado grande, 

deforme, informal,
que los vecinos ya pusieron hora y día.
Esto también se puede expresar de otra manera:
piernas tensas y latir en aumento del corazón.

martes, 14 de enero de 2014

Clida cumple una responsabilidad:
Supervisar cajas.
Tiene las llaves y las claves de cada una.
Abre y cierra los locales que tiene a su cargo, 
en ojotas o chatitas negras, trabaja 
casi espontáneamente. Calma, los días de calor,
sólo atina a retar a la compañera 
que llega tarde u olvida
que su tarea no debe tardar ni ser tarada 
si no avispada y tranquila,
esecialmente en el precizo momento
de despachar
tantas monedas de vuelto 
que ahora, con la tarjeta magnética, 
tanto no hacen falta como el aire 
que si hace falta y mucho,
pero mucho, 
en la estación de trasbordo 
donde Clida cuenta la plata de las cajas
cada tres horas y anota en una libreta 
para no perder la cuenta 
cuando le cuente al jefe. 
En la agrupación la pusieron de tesorera 
para llevar la cuenta de la caja chica distrital.
El yeso que recubre
su muñeca
hasta el codo
no le molesta al sostener la pata de pollo;
molesta una leve picazón donde su compañero
garabateó:

      si se los vigila son mejores